Diario 2


Miércoles, 27 de septiembre

(...) Estaba vaciando posos de café en la basura cuando sonó el teléfono de pared de la cocina.

—¡Por el amor de Dios, Tina! —gritó Jonathan—, ¡hace media hora queintento hablar contigo! ¿Dónde demonios estabas?

Con tranquilidad dije:

—Estaba paseando a Folly por el parque, donde casi me han asaltado... o algo así. Se hizo un silencio absoluto. Parecía que Jonathan hubiese dejado derespirar. Finalmente dijo:

—Tina, ¿hablas en serio?

—Nunca he sabido contar chistes.

Jonathan suspiró y, en un tono que cada día se me hace más familiar,un tono cargado de
paciencia y tolerancia, dijo:

—Más vale que me cuentes lo que ha ocurrido.

—Te lo contaré esta noche.

—No podrás. Precisamente ésa es la cuestión. Por eso estabaintentando contactar contigo. En cuanto he cruzado la puerta deldespacho me he enterado de que tenía que ir a Whichita. A última hora dela mañana. Ha estallado una turbina en una de las centrales eléctricas que llevamos. He de bajar allí para ayudar a los abogados locales a prepararsepara una vista, y como esto me tomará un par de días, necesito algunascosas. Si me haces la maleta, la señorita Brekker pasará a recogerla enmedia hora. ¿Tienes un lápiz? Te diré lo que necesito.

—Sí. Tengo un lápiz.

—Bien. Genial. Quiero llevarme la bolsa de viaje de cuero marrón, no la de Mark Cross, la nueva de T. Anthony. Está en mi estante del armario. También necesitaré dos trajes: el Príncipe de Gales gris de Dacrón y lana peinada de Brooks, y el gris Oxford con espiga de poliéster de Press. Necesitaré seis pares de calcetines grises de canalé de hilo de Escocia, y seis camisas: pon tres Oxford blancas de batista y tres Sea Island a rayas de algodón, dos grises, una marrón. También seis corbatas, decide tú cuáles, teniendo en cuenta los trajes... Ya sabes, con algún estampado pequeño en tonos rojos y dorados. Quizá una verde. También necesitaré el neceser... Está en el cajón de abajo... con pasta de dientes, espuma de afeitar, maquinilla, desodorante, ya sabes. No quiero perder el tiempo teniendo que comprar esas cosas allí. Y un par de pijamas; que sean debatista, no sé si el maldito hotel tiene aire acondicionado, y mi bata de madrás. Y zapatillas, y ¡oh, Dios mío! Los zapatos... Los Oxford negros que están en la balda de arriba del zapatero. Y el cepillo para la ropa que está colgado encima del corbatero... Creo que eso es todo. Me llevo tantas cosas porque es probable que haga un calor del demonio y necesite mudas. Seguramente estaré fuera sólo cuatro días... ¿Lo has apuntado todo?

Lo había hecho, pero quería decirle otra cosa. (...)

Jueves, 28 de septiembre

Ya basta de la casa preciosa. Pasemos a otra cosa material: la ropa. Como no me apetece demasiado hablar de la mía, veamos la de Jonathan. Jonathan tiene veintitrés trajes, siete chaquetas de sport, nueve pares depantalones informales, dos gabardinas, cinco abrigos y un batín de terciopelo color ciruela que, a Dios gracias, casi nunca se pone. Tiene treinta y cinco camisas y once pares de pijamas (dos de seda), tres batas, quince pares de zapatos, doce pares de guantes, y sabe Dios cuántos pares de calcetines y calzoncillos. Tiene nueve suéteres, tres esmóquines completos, un frac que nunca se ha puesto, un delantal de mayordomo de terliz a rayas que se pone como «chiste» cuando prepara el aliño de la ensalada y la remueve en las cenas íntimas con amigos. Aunque nunca lleva sombrero, tiene cuatro, y el año pasado se compró uno de esos verdes y peludos de estilo alpino con una escarapela que es una pluma defaisán, y, a diferencia de lo que hace con los otros, éste sí que se lo pone, pero sólo los sábados por la tarde, cuando se dispone a hacer una de sus raras salidas con las niñas, o a disfrutar, a solas, de su tipo de sábado por la tarde favorito, un paseo sin prisas a través del parque hasta la avenida Madison, una visita a «su» galería, o a Parke-Bernet para asistir a la subasta, o a Sherry-Lehmann para recoger algunas botellas de Montrachet de oferta, o a uno de sus paraísos del gourmet para comprar un tarro de confitura de ciruela Damson o una lata de Earl Grey...
Podría seguir indefinidamente, pero de repente me han entrado unas náuseas terribles. Ya sé que el hábito no hace al monje, pero de repente me he dado cuenta de que no sé quién se esconde bajo toda esa ropa. Es decir, ¿quién es ese pájaro a quien le divierte ir de paseo hasta Fraser Morris un frío y despejado sábado de otoño por la tarde a comprar unalibra de salmón ahumado o un Brie entero, con un conjunto al que sólo le falta un bastón taburete? ¿Quién es esa maravilla vestida de mezclilla, ese chico fino vestido de lino, ese cara larga vestido de sarga? Jonathan. ¿Estás ahí, Jonathan? Si es así, sal. Por favor. Sal, sal estés donde estés.

Sue Kaufman Diario de un ama de casa desquiciada (1967) 

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